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Aquel 1 de enero de 1983 era
sábado y yo estaba en el chalet de mi tía. Al terminar la comida de año nuevo me
puse a jugar con mis primos cuando mi padre me avisó de que había empezado una
película en la tele en Primera Sesión que me iba a gustar: era del Oeste
y salían Gary Cooper y Grace Kelly. Yo tenía seis años y diez meses pero ya
sabía quiénes eran Gary Cooper y Grace Kelly; él era el vaquero preferido de mi
padre, y ella la princesa de Mónaco que había salido unos meses antes en portada
de todas las revistas por su muerte en un accidente de tráfico. Lo cierto
es que al principio no me atrajo demasiado la película, era en blanco y negro y
no salían caballos, indios o soldados del 7º de Caballería, y todo pasaba dentro
de una ciudad. -Esto va a ser un rollo, pensé-. Pero la trama era fácil
de seguir y proponía un interesante desafío: El sheriff que hacía Gary Cooper había
encarcelado a un malo cinco años antes, pero algún iluminado lo habían soltado y
ahora venía en el tren de las 12 para vengarse, encima con tres pistoleros amigos
suyos esperando en la estación. Recuerdo que Gary Cooper andaba continuamente de
un sitio a otro buscando voluntarios que le ayudaran a enfrentarse a los malos:
iba a la iglesia, al saloon -donde se tropezaba por casualidad con uno
de los bandidos, que se reía en su cara-, a casa de un amigo que se escondía
detrás de una cortina, a la del viejo sheriff -que tenía la voz de San Pedro en el doblaje-, pero
todo el mundo tenía una excusa para denegarle su ayuda -¡A Gary Cooper!- y el
tiempo se acababa. Encima no paraban de salir planos de los relojes marcando
la hora –daba la sensación de que en la película las cosas pasaban en tiempo
real-, y ya me sudaban las manos por la tensión y los nervios de ver la
preocupación en el rostro de Gary, lo mal que pintaban las cosas. Por si fuera
poco, su ayudante de sheriff -que se parecía al que aspiraba pegamento en Aterriza
como puedas pero en joven- quería obligarle a irse del pueblo a empujones, y
hasta se peleaban en una cuadra. Gary ganaba la pelea y le echaba al otro un
cubo de agua por encima, pero quedaba hecho unos zorros, y ya eran casi las 12…
Obviemos los spoilers y el
clímax final. Aquella fue la primera vez que vi mi película favorita, Solo ante el peligro, un film que he vuelto a revisitar innumerables veces y que, como las
obras maestras, cada vez que lo ves descubres cosas nuevas o que las que ya
conocías es como si hubiesen cambiado, aunque en realidad quien lo ha hecho eres
tú. A los que no la hayan visto nunca, recomendarles que lo hagan, porque no saldrán decepcionados. Casi que les envidio, tener la posibilidad de ver High Noon por primera vez, sin saber nada de lo que va a pasar.
A pesar de que su título perdura como frase hecha en el lenguaje popular, Solo ante el peligro ha
perdido popularidad en los últimos años, y eso no se puede consentir para
alguien que fue a Hollywood Boulevard, cogió un kleenex y limpió de rodillas la
estrella de Gary Cooper. Es por ello que he escrito un libro, “Guía
para ver y analizar Solo ante el peligro”, que trata de restituir su
mítica y recuperar para las nuevas generaciones esta joya del western -sí, es
un western, Andrew Sarris, pesao- que aparte de su calidad
cinematográfica resulta un manual perfecto para saber cómo comportarse
con integridad y valor en la vida, a pesar del miedo que sienta uno de quedarse... pues eso, solo ante
el peligro. Aunque Garci nunca vaya a dedicarle uno de sus coloquios -antes
que eso pondrá alguna excusa para emitir Río Bravo por 189.578.934a vez- yo ya me he quedado tranquilo escribiendo este libro.
La "Guía para ver y analizar Solo ante el peligro" ya está a la venta en Nau Llibres.
Criticoll