domingo, 5 de septiembre de 2021

LA VIDA DE UN HOMBRE


Tras varios años aplazándolo por fin he leído la autobiografía de Raoul Walsh, uno de los grandes directores del Hollywood clásico y protagonista de una vida de lo más aventurera. Llamado en realidad Albert Edward, Walsh nació en Nueva York el 11 de marzo de 1887 -un día después que yo- por lo que además era Piscis, buena gente. Su padre era un sastre irlandés que hizo fortuna confeccionando los uniformes del ejército USA en la guerra de Cuba de 1898, y que llamó a su hijo Raoul como homenaje a un capitán de barco español que le ayudó a salir de Irlanda junto con su padre y hermanos. Walsh vivió una infancia acomodada y feliz hasta que, a los 15 años, su madre cayó enferma y murió. Para huir de la tristeza, Raoul decidió enrolarse en el barco de un tío suyo que comerciaba con madera en Cuba, lo que supuso el inicio de sus aventuras. A la vuelta se toparon con un tifón que casi les hizo naufragar, alcanzando a duras penas el puerto mexicano de Veracuz. Allí, cansado de esperar a que repararan el barco, el inquieto Raoul consiguió trabajo como cowboy para trasladar ganado por Texas o hasta Montana, donde, en el pueblo de Butte, subsistió brevemente como ayudante de un cirujano francés alcohólico, lo que da pie a anécdotas muy divertidas. De vuelta a Texas, se empleó como caballista en un circo, entrándole el gusanillo de la interpretación al comprobar el calor y los aplausos del público. Entonces volvió a Nueva York para ser actor de teatro, presentando sus credenciales en varias agencias de Broadway. Pero donde logró meter cabeza fue en el cine, un mundillo que comenzaba y en el que la habilidad del joven Walsh para aprender rápido, cumplir con lo que se le encargaba y su don de gentes pronto le permitieron escalar en el negocio. Así, trabó amistad con futuras figuras como Mary Pickford, Charles Chaplin o David Wark Griffith, una figura capital en su formación que le dio su primer papel importante: el del asesino de Lincoln, John Wilkes Booth, en El nacimiento de una nación (1915). Poco después, el padre del cine le confió una empresa singular: viajar a México para dirigir algunas escenas de The Life of Villa, un biopic sobre el mítico revolucionario mexicano, donde este se interpretaba a sí mismo mientras guerreaba contra los federales. Impagables, en este sentido, las historias que cuenta Walsh sobre Villa, que no acababa de entender que era mejor que cabalgase despacio y avanzara cerca de cámara durante sus batallas para que se le viera mejor.

Tras su etapa de aprendizaje junto a Griffith la Fox le fichó como director, debutando con The Regeneration (1915), rodada en su Nueva York natal y con una escena de un naufragio en el río Hudson que casi le lleva al calabozo, al haber contratado a golfos y prostitutas como extras que visiblemente no llevaban ropa interior; todo un problema en una época sin CGI… Y es que, por lo que se adivina en el libro, Walsh no se daba mucha importancia así mismo, y si habla de alguna película, más allá de su calidad, es porque recuerda alguna buena anécdota que le ocurrió durante su rodaje; como por ejemplo en Perdida y encontrada (Lost and Found on a South Sea Island, 1923) rodada en Tahití y donde, tras una orgía-borrachera, se despertó con el tabique nasal perforado. El primer hito de su carrera llegó en 1924 con El ladrón de Bagdad, superproducción de la United Artists en la que dirigió a Douglas Fairbanks, la estrella más taquillera de la época. Al comentar este film, Walsh desvela el detalle técnico de cómo se le ocurrió el vuelo de la alfombra mágica: mediante una grúa y poleas muy bien disimuladas.

Además de dirigir, Walsh seguía actuando de vez en cuando en sus películas, como en La frágil voluntad (Sadie Thompson, 1928), basado en el libro de W. Somerset Maugham, donde era pareja de Gloria Swanson. Pero un desgraciado accidente en 1929 en el que perdió el ojo derecho le obligó a concentrarse solo en la dirección; un infortunio recogido en un capítulo entero del libro -apropiadamente titulado Cíclope-, y que  tuvo lugar durante el rodaje de En el viejo Arizona, la que iba a ser su primera película sonora, que también protagonizaba. La cosa fue así: una noche, mientras atravesaba el desierto en un jeep, una liebre quedó deslumbrada por los focos y chocó contra el parabrisas, que se rompió en mil pedazos. El conductor -que iba demasiado rápido y con alguna copa de más- resultó ileso, pero Raoul tuvo la mala fortuna de que el animal se estrelló por su lado, recibiendo el impacto de miles de cristales en su cara. Tras una primera cura de emergencia, fue llevado al hospital más cercano, donde le certificaron que había perdido la visión de su ojo y que este debía serle extirpado para evitar males mayores. En adelante, un parche quedaría como recuerdo perpetuo de aquella aciaga noche, que Walsh recuerda con bastante estoicismo.

Walsh volvió al trabajo para dirigir otro western en exteriores, La gran jornada (1930) donde descubrió a un actor que daría que hablar en el futuro: un joven de Iowa llamado Marion Michael Morrison al que Raoul le cambió el nombre por otro más rotundo: John Wayne. Walsh vio enseguida las cualidades del Duke, algo que siempre le dio superioridad moral ante John Ford, que a pesar de tratar a Wayne como su protegido, no le dio una oportunidad hasta 1939 con La diligencia. Ford conservaba los dos ojos a pesar de lucir un parche, que era más bien una pose, pues se lo iba cambiando de uno a otro. Una noche, en una cena, harto de oír sus quejas y lamentos sobre cómo le dolía un ojo, Walsh cogió un tenedor y le ofreció a Ford arrancárselo allí mismo. Este tuvo que callarse, porque con la fama de loco de Raoul igual se lo estaba diciendo en serio.

La llegada de Raoul Walsh a la Warner Bros. a finales de los años 30 marcó el inicio de su etapa más fructífera como director, llegando a ser un referente en este estudio, sobre todo en películas de gangsters y aventuras, pero también en comedias dramáticas como La pelirroja (1942), su película favorita. Aquí nuestro hombre cuenta anécdotas para parar un tren: a George Raft -que no sabía nadar- le hizo creer que tenía que saltar del puente de Brooklyn en una película, cuando en realidad iban a utilizar un maniquí; de Humphrey Bogart -al que le dio su gran oportunidad con El último refugio- resalta que era un quejica que protestaba por todo; y a Errol Flynn -que le llamaba afectuosamente “tío”- le gastó la madre de todas las bromas al robar de la morgue el cuerpo de su antiguo compañero de colegio, el actor John Barrymore -recién fallecido- y sentarlo en el salón de Flynn con una copa en la mano, escondiéndose detrás de una cortina para ver la aterrada reacción del australiano, lívido al ver regresar de entre los muertos a su viejo compañero de borracheras. Walsh y Flynn rodaron oficialmente siete películas juntos: Murieron con las botas puestas (1941), Gentleman Jim (1942), Jornada desesperada (1942), Persecución en el Norte (1943) Gloria incierta (1944); Objetivo Birmania (1945) y Río de plata (1948),  y Raoul, que sentía mucho afecto por él, se lamenta en el libro de la espiral de alcohol, drogas y mujeres en la que se perdió Errol y que dio al traste con su carrera.

Una de las historias más increíbles de Walsh fue poco antes de estallar la Segunda Guerra Mundial: de viaje en Inglaterra, Raoul fue contactado por unos oficiales del ejército nazi para que rodara una película en Berlín. Walsh accedió y durante varios días fue agasajado en la capital alemana, donde se respiraba un peligroso clima prebélico y en la que se reencontró con el director de fotografía alemán de su película sobre Pancho Villa. Finalmente, el director descubrió que lo que en realidad querían de él es que convenciera a su amigo William Randolph Hearst -el magnate de la prensa- para que le vendiera un cuadro suyo a Hitler que este deseaba poseer, el retrato de un general alemán aliado de George Washington. Y es que las fiestas de Hearst en su castillo de San Simeón son importantes también en el libro, pues Walsh, muy amigo de Marion Davies, era un habitual en ellas y conoció allí a personajes como Winston Churchill; una referencia que se echa de menos en el Mank de Fincher.

Otro aspecto importante de la vida de Walsh es su gran querencia por los animales. No en vano, en su casa de la playa tenía un león amaestrado y varios perros y gatos. También tuvo un rancho donde criaba caballos y de hecho, conoció a su tercera y definitiva mujer cuando fue a comprarle un caballo de carreras al abuelo de esta.

Walsh también tiene palabras para James Cagney como el mejor actor con lo que trabajó, y recuerda que al leer el guión de Al rojo vivo (1949) supo que sólo él podía interpretar a Cody Jarrett. De Gary Cooper dice que era una gran persona y que le gustaba cazar y pescar, como a Clark Gable, quien pidió a Walsh como director de su última película, Vidas rebeldes, (1961) algo a lo que los productores se opusieron por su fama de ser un director de hombres. En este sentido, circulaba por Hollywood una broma sobre Raoul -atribuida a Jack Warner pero en realidad dicha por Jack Pickford, hermano de Mary- acerca que una escena de amor en una película de Walsh consistía en un incendio en una casa de putas.

Según Peter Bogdanovich -que le entrevistó en 1974-, Walsh se quedó ciego en los últimos años de su vida, un problema que también padecieron contemporáneos suyos como el propio John Ford, Fritz Lang o Allan Dwan, al haber estado durante años en contacto con los primitivos materiales con los que se fabricaban los focos en aquel Hollywood clásico, como las funestas lámparas klieg; una época en la que la seguridad laboral no estaba precisamente a la cabeza del presupuesto de una película. En un curioso guiño del destino, el aventurero Walsh Falleció la nochevieja de 1980, dejando tras de sí un buen puñado de obras maestras y de títulos indispensables en la historia del cine.

Criticoll