jueves, 4 de noviembre de 2021

TITANE

 


Titane, segunda película como directora de Julia Ducournau -Crudo- se alzó sorpresivamente con la Palma de Oro de Cannes 2021 imponiéndose a propuestas como Annette, Benedetta, La crónica francesa o a los últimos trabajos de pesos pesados -en ocasiones mucho- del certamen galo como François Ozon, Asgard Farhadi, Nanni Moretti o Apichatpong Weerasethakul. 

Titane parece nacida para epatar, con una violencia muy gráfica que provoca escándalos y desmayos a partes iguales, y que remite a obras como Canino, el Crash de Cronenberg, Christine de Carpenter o La naranja mecánica. Sin embargo, dentro de su aparente radicalidad, la película encierra en realidad un mensaje bastante conservador, como es la importancia de la familia y el amor, o la necesidad de sentirse apoyado por tus seres queridos. Su trama sigue los pasos de una joven asesina en serie, Alexia -Agathe Rousselle- quien, tras cometer varios crímenes, se ve obligada a disfrazar su aspecto para despistar a la policía. La paradoja surge cuando un bombero llamado Vincent -Vincent Lindon- cree reconocer en la Alexia post-transformación física a Adrien, su único hijo y desaparecido desde niño, por lo que se la lleva a su casa. Alexia le seguirá la corriente para escapar de las autoridades, pero luego también conmovida por el amor incondicional y la protección que le profesa Vincent, unos sentimientos nunca experimentados por ella.

Estamos ante un film que no es de visión fácil, pero que al final resultará interesante para aquellos espectadores que hayan aguantado la prueba de fuego de su primera media hora, llena de escenas e imágenes muy fuertes que pueden -y de hecho lo hacen- herir sensibilidades, siendo frecuentes en este tramo las deserciones entre el público. Ducournau tampoco pone mucho de su parte, con algunas decisiones artísticas y narrativas que añaden desconcierto al asunto. Por ejemplo, en la escena inicial, con Alexia de niña en el coche, su aspecto confunde, parece un niño, por lo que uno cuando la ve de mayor se cree que el personaje se ha sometido a un cambio de sexo. Pero descubres que no, que era una chica desde el principio porque se queda embarazada -el hecho de que el padre del futuro bebé vaya a ser un coche tampoco ayuda a entender las cosas, para qué nos vamos a engañar-. Pero esta confusión niño-niña quizá esté hecha a propósito y sea un ejemplo más del cuestionamiento de los roles genéricos que propone la película, un tema recurrente en su guión. Tampoco queda muy clara la elipsis de tiempo transcurrido entre que Alexia se golpea la nariz contra un lavabo para desfigurar su aspecto -el money shot del film, rivalizando en repelús con la pedrada en los dientes de Canino- y huye y el momento cuando ya está en comisaría, lugar al que se pasa sin solución de continuidad por corte neto, siendo reconocida por Vincent como su hijo perdido. ¿Fue ella voluntariamente allí al ver el retrato del niño en los paneles? ¿La recogió la poli porque estaba grogui por el andén, o porque aún se parecía a su propio retrato robot del cartel de se busca?

El otro tema destacado del film es una reflexión sobre el transhumanismo: la posibilidad de que humanos y máquinas copulen y produzcan seres evolucionados y casi cyborgs, como una avanzadilla de Skynet. De ahí la ambivalencia del título de Titane -titanio- que alude al implante metálico que tiene en su cuerpo Alexia como resultado de un accidente automovilístico en su infancia, pero que también se podría referir a los Titanes, aquellos seres superiores medio dioses y medios humanos de la mitología griega. En cualquier caso, este tema queda algo deslavazado y se ve superado por la vertiente emotiva del film cuando se centra en la relación paterno filial entre Vincent -magnífico Vincent Lindon- y Alexia/Adrien, demostrando que el amor de un padre por su hijo es incondicional, aunque este te salga tan feo, tonto y mudo. La película incluso tiene tiempo de añadir un dato extraído de la vida real y que tiene utilidad como información de servicio: a la hora de realizar la RCP -reanimación cardiopulmonar- a alguien, nada mejor que ir cantando la Macarena de Los del Río a la vez para mantener el ritmo correcto.

Criticoll

lunes, 1 de noviembre de 2021

SIN TIEMPO PARA MORIR



Si el 31 de octubre de 2020 despedíamos tristemente a Sean Connery, un año después de nuevo es pertinente aprovechar la festividad de Todos los Santos para entonar un réquiem por su personaje fetiche, James Bond. Y es que esta vez no puede decirse aquello de Nunca digas nunca jamás y el último Bond, Daniel Craig, ha dicho para siempre adiós a 007 con Sin tiempo para morir, su quinto film de la saga. Un largometraje que, parafraseando a Andrew Sarris, es la película ideal de James Bond para todos aquellos a los que no les gusta James Bond. En efecto, quince años ha durado la era Bond-Craig, un periodo en el que Barbara Broccoli y Michael G. Wilson, sempiternos productores de la franquicia, han intentado un progresivo lavado de cara del personaje acorde con los nuevos tiempos, algo que ya se intuía tímidamente en Casino Royale (2006) al mostrarnos a un 007 multidimensional, vulnerable y con sentimientos, que ni siquiera fumaba o le daba igual si el Martini estaba mezclado o agitado, aunque al menos mantenía varias señas de identidad, como su ludopatía, la capacidad para la acción y la violencia o su arte para la seducción femenina. Pero cinco películas después, la maniobra gatopardiana -hacer que todo cambie para que todo siga igual- se les ha ido de las manos al dotar a Bond de un arco evolutivo tan excesivo  que a este ya no lo reconocería ni su propio padre. Un Ian Fleming que debe estar revolviéndose en su tumba al ver en lo que han convertido a su mítico personaje: en un monógamo abstemio, jubilado y padre de familia, simbolizado en ese famoso meme en el que le vemos de paquete en una moto conducida por la nueva 007, que atiende al nombre de Nomi -Lashana Lynch- y que por supuesto es una mujer empoderada, lesbiana y negra. Una concesión a la dictadura de lo políticamente correcto a la vez que una traición de tomo y lomo a la esencia bondiana, algo que ya ha encontrado las quejas y lamentos de fans famosos como Arturo Pérez Reverte o Santiago Segura… y probablemente de los herederos de Fleming.

Quizá tanto cambio fue lo que ahuyentó a Danny Boyle de la silla del director en No Time To Die, siendo sustituido por el prometedor Cary Joji Fukunaga -Sin nombre, True Detective-. Ya en harina Fukunaga se encontró con muchos retrasos debido a otra lesión en el rodaje del patoso Craig -que ya había puesto en duda el proyecto por sus recelos de seguir encarnando al personaje- así como por la pandemia del coronavirus, que acabó postergando el estreno más de un año, con lo que se igualaba el récord de más tiempo -seis años- sin una película de James Bond, pues Spectre es de 2015; tal y como sucedió entre 1989 y 1995, los años perdidos entre Timothy Dalton y Pierce Brosnan.

Al hablar de la película en sí, en el lado bueno de la balanza hay que reconocer que Sin tiempo para morir tiene escenas de acción muy espectaculares, y un metraje generoso de 143 minutos que justifican el pago de la entrada, suponiendo una especie de mágico fin de fiesta de la era Craig en la que se incluyen guiños a otros títulos de 007, como la mención a Vesper Lynd -Eva Green- o la presencia del gran Felix Leiter -Jeffrey Wright-; o ese malo de nombre demoníaco -Lyutsifer Safin- interpretado por Rami Malek que recuerda al Dr No por sus taras físicas, su vestuario o su guarida-fortaleza en una isla -rollo también Solo se vive dos veces, Operación trueno, etc-; así como los varios Aston Martin -marca recuperada tras la etapa Brosnan, que solo conducía BMWs- que utiliza aquí Bond cuando aparca la moto. También destaca Ana de Armas como lo más parecido a una chica Bond que aparece en el film, y que roba la película en su única escena en La Habana. De hecho ya se habla de un spin off de Paloma, aunque también se dijo de uno de Jinx -Halle Berry- tras Muere otro día (2002) y aún lo estamos esperando. En el lado malo, hay que señalar que No Time To Die no acaba de ser redonda por varias razones. En primer lugar, por la errática dirección de Fukunaga, que combina en sus escenas de acción el montaje mareante y espídico made in Paul Greengrass de principios de los 2000 de la saga Bourne -donde no te enteras de nada-, con otros momentos en los que hace todo lo contrario, como ventilarse en un único plano secuencia una set piece de Bond contra un montón de drugos de Safin, una autorreferencia a su famoso travelling de tres minutos sin cortes del 1x04 de True Detective. Pero sin duda lo peor de la película son los molestos fallos de guión que contiene -y eso que había cinco guionistas acreditados- con comportamientos continuamente ilógicos de los personajes. Así, por ejemplo, Madeleine -Lea Seydoux- no le dice su gran noticia a James antes de subir al tren, o no dispara a Safin en la puerta de la cabaña noruega ¿?; Mathilde araña a Safin durante su huida y este deja ir a la niña, que era su rehén, perdiendo su gran baza contra Bond ¿¿¿??? Y luego ella -con 5 años- encuentra a su madre por los intrincados pasillos de la guarida del malo como si nada. Por no hablar de la cualidad del propio Safin de no envejecer -debe ser familia de Benjamin Button-, pues tiene el mismo aspecto en el flash-back inicial de hace 25 años que en el presente, o las caprichosas reglas del virus Heracles, que cambian según les convenga a los guionistas. Por cierto, esto del virus suena sospechosamente actual, y parece una predicción illuminati al covid 19... ¿Cómo podían saberlo, si el guión se escribió varios años antes? Pues porque manejan la agenda mundial y deciden lo que va a pasar, está bastante claro.

En fin, que es como si los productores de James Bond se hubieran dado cuenta de que en esta nueva sociedad de lo woke y la cultura LTGBIQ+ ya no hay sitio en el cine mainstream para un personaje como el agente secreto británico con licencia para matar, pues si se estrenara hoy cualquiera de sus films previos sería carne de boicot en twitter y en la puerta de los cines por machista y misógino, así que normal que corten por lo sano con la ex gallina de los huevos de oro. Eran otros tiempos, y ahora hay que ser más inclusivo, tolerante, eco friendly y biodegradable. Me parece muy bien, pero que paren la franquicia que yo me bajo. Buena suerte, Nomi.

Criticoll

martes, 26 de octubre de 2021

CRY MACHO

Cry Macho
 supone la enésima despedida ante las cámaras de Clint Eastwood, una reflexión con ecos al Peckinpah más crepuscular  sobre sus temas favoritos: la masculinidad y el paso del tiempo. La película, ambientada en 1978, cuenta la historia de Mike Milo -Eastwood- un campeón de rodeo jubilado que recibe el encargo de viajar a México para llevar de vuelta a Texas a Rafo -Eduardo Minett- el hijo de su ex jefe, un adolescente problemático que vive en el D.C. con su madre metiéndose en problemas y apostando a peleas de gallos.  

Aunque siempre es agradable volver a saber del viejo Clint, hay que reconocer que Cry Macho no pasa por ser una de sus mejores obras y tampoco un gran adiós interpretativo, si es que esta vez es fiel a su promesa de concluir su carrera como actor, algo incumplido sistemáticamente tras Million Dollar Baby, Gran Torino o Mula, anteriores amagos de cierre mucho más dignos. Una faceta actoral que Eastwood, a pesar de su edad, se niega a dejar de lado, añadiendo cláusulas del estilo de si no la dirijo yo no cuenta, como Golpe de efecto.

Pero lo cierto es que, por muy buenos genes que tenga Clint y que le hagan continuar en activo pasados los noventa, hay que reconocer que su imagen física ya está muy ajada y aquí no se corresponde con la que debería tener su personaje en realidad. Irónicamente, para alguien que compró el guión de Sin perdón en 1982 y lo guardó diez años en un cajón hasta alcanzar la edad adecuada para protagonizarlo, aquí tenemos la situación contraria, la de un actor que supera en 30 años a su personaje y que por desgracia no es Benjamin Button. En efecto, el guión de N. Richard Nash -escrito en 1975 y luego convertido en novela- fue ideado para un actor de unos 60 años, y a lo largo del tiempo dio tumbos por Hollywood en proyectos frustrados que hubieran contado con Roy Scheider, Robert Mitchum, Pierce Brosnan, Arnold Schwarzenegger o el propio Eastwood con 58 años -en 1988-, si bien lo rechazó e hizo La lista negra en su lugar. Cuando al fin la ha rodado -en otoño de 2020- Clint ya es nonagenario y de aspecto muy frágil y quebradizo, algo que no casa mucho con su personaje: el de un vaquero recién jubilado que no rehúsa la acción y todavía es capaz de seducir a un par de mujeres en la trama. Esto da lugar a momentos que rozan el bochorno, como cuando la madre de Rafo, de 39 años -Fernanda Urrejola, la mujer de Diego Luna en Narcos: México- se le insinúa y él la rechaza, o la suspensión de la incredulidad que supone contemplar la escena en la que Mike doma un caballo, por mucho que nos metan un inserto de Clint dando botes en plano medio para disimular el doble que le sustituye en el plano general.

Se ha acusado a la película de parecer hecha por la Disney de hace unos años -desde luego no la de ahora, no hay personajes LGTBIQ-, con situaciones de peligro solventadas con facilidad por los protagonistas, como la de deshacerse del único matón enviado por la mafiosa Leta para recuperar a su hijo, o la ambigüedad que supone que al final al espectador le dé igual que Rafo se vaya con su padre o se quede con Mike, pues las dos opciones serían válidas según como evolucionan las situaciones y los personajes en la trama. Lo cierto es que si los estudios de Hollywood habían rechazado tantas veces el libreto de Nash por algo sería, pues este es demasiado bienintencionado y no acaba de explotar todas sus posibilidades, salvo en ese sólido monólogo de Mike que desmitifica la figura del macho, en el que diserta sobre la sabiduría que proporciona la experiencia y el paso del tiempo.

Recomiendo ver la película en versión original, y no solo porque Eastwood no cuente ya con la voz del recordado Constantino Romero, ni siquiera la de Arsenio Corsellas -su voz de Mula- o la del gallego Antonio Cancelas -la de En la línea de fuego-, todos ellos ya fallecidos, sino la de Camilo García, doblador habitual de Anthony Hopkins o Tommy Lee Jones y que recuerda demasiado a estos; sino porque en muchas escenas al personaje de Clint le hablan en español y él no lo comprende, y necesita al muchacho que le traduzca, por lo que este le repite en inglés lo que le han dicho. En el doblaje esto se resuelve como si el chaval supiese más cosas sobre lo que le están diciendo los otros, añadiéndole datos. Pero en un par de ocasiones simplemente repite en castellano lo que ya le habían dicho en el idioma de Cervantes y ahí es donde te das cuenta de que en la VO le están hablando en español y Mike no lo entiende, y no porque esté un poco sordo. Con lo que Rafo lo que hace en realidad es aportar información redundante, ampliada para tontos y que resulta bastante risible, aunque sin llegar a los niveles de vergüenza ajena como en Tras el corazón verde. 

Criticoll

miércoles, 6 de octubre de 2021

DUNE

 


Hace unos años hice una lista de 20 películas que había visto y que odiaba, e incluí Dune (1984) de David Lynch. Algo en lo que mi tocayo habría estado de acuerdo, pues renegó de ella por la constante tijera de los productores en el final cut, lo que la convirtió en una película farragosa y mal explicada, hasta el punto de que desde 2006 en su bluray pone que la dirigió Alan Smithee. Es por ello que la llegada de una nueva versión de la novela de Frank Herbert me creó bastantes suspicacias. El hecho de que la iba a dirigir Denis Villeneuve era al menos una garantía: si bien Blade Runner 2049 no me gustó nada, hay que reconocer que el canadiense es un autor interesante y sin miedo a los remakes, y que aquí el listón del original estaba realmente bajo.

La película se rodó entre marzo y julio de 2019 con miras a estrenarse en diciembre de 2020, pero se vio afectada por la pandemia y, tras varios cambios de fecha, la impaciente Warner amagó varias veces con estrenarla directamente en video bajo demanda, en contra de los deseos de Villeneuve. Finalmente se preestrenó en el festival de Venecia de 2021 y pocas semanas después en cines de todo el mundo, saludado como el primer blockbuster post coronavirus.

Dune versión Villeneuve resulta satisfactoria en su resultado, a pesar de que sea un film algo lento y tenga pocas secuencias de acción, debido a su carácter expositivo de presentación de su universo; uno de los fallos de la película de Lynch, donde las cosas pasaban y no te enterabas de nada si no te habías leído el primer tocho, digo libro. Aquí, aunque se echa en falta alguna explicación de detalles menores como qué significan las cabezas de toro disecadas en la morada de los Atreides, o por qué no existen las armas de fuego en este universo, al menos al espectador se le proporciona más información para hacerse una composición general de lugar, que le permite disfrutar mejor de la película. Del nutrido elenco de stars destacan Timothée Chalamet -primera y única opción de Villeneuve para el papel de Paul Atreides- como el héroe iniciático y Rebecca Ferguson, la revelación del film -si se le puede llamar así a estas alturas- como su madre bruja, MILF y consejera, a pesar de que en realidad sólo tenga 12 años más que él.

Añadir que Hans Zimmer -gran fan del libro, como Villeneuve- renunció a su colaboración habitual con Christopher Nolan en Tenet para poder participar en este Dune, entregando una banda sonora plena de sonidos malrolleros y metálicos marca de la casa, pero sin llegar a los excesos de Dunkerque. Villeneuve además, aprovecha para introducir algunos temas más o menos presentes en la novela -el auge de las grandes corporaciones para esquilmar los recursos de países subdesarrollados, el ecologismo-, y no esconde sus referentes visuales y argumentales -Star Wars, Juego de tronos…- para enganchar a los espectadores más jóvenes, a pesar de su vitola de película de ciencia ficción para adultos. Vaya, que nunca pensé que me iba a gustar una adaptación de Dune, después de devolver sin abrir el DVD de la versión de 1984 que me regalaron unas navidades. Y todo indica que dentro de un par de años nos espera la continuación, que estaba supeditada a que esta primera parte fuera un éxito en taquilla. Pues dicho y hecho, ya que todo indica que sus 160 millones de dólares de presupuesto pronto se verán superados sumando las cifras de su recaudación mundial, y eso que todavía no se ha estrenado en USA y China.

Criticoll

viernes, 1 de octubre de 2021

FAUNA



Fauna es una película mexicana de 2020 dirigida por Nicolás Pereda, un joven director salido del mundo del video arte y el cine ensayo que se ha especializado en el circuito de festivales de cine, siendo su mayor logro hasta la fecha el premio Horizonte en Venecia por su obra Verano de Goliat (2010). La propia Fauna se proyectó en los Festivales de Nueva York, Toronto, Mar del Plata o San Sebastián, donde se ubicó en la sección Zabaltegi, que recoge “trabajos fílmicos de duración variable y que propongan nuevas formas, miradas o puntos de vista en el cine”. Algo que encaja como anillo al dedo con Fauna, pues sólo dura 70 minutos y nos ofrece una historia ciertamente singular: empieza como si fuera Los padres de ella a la mexicana, pero a la mitad del film se producirá un giro metanarrativo donde el relato se reorganiza y pasamos a contemplar la película desde una nueva perspectiva: en otra ficción dentro de la ficción en la que ya estábamos -la representación visual de una novela que está leyendo uno de los protagonistas- y en la que los mismos actores del principio pasarán a interpretar a otros caracteres.

La película es una reflexión sobre el acto de interpretar, la performatividad, la capacidad del ser humano para cambiar de rol y representar un papel en una ficción. En este sentido, la trama contiene tres escenas donde se ilustra claramente este tema. En la primera, a un actor secundario de Narcos: México -Francisco Barreiro- se le insta a que interprete una escena de la serie; un curioso juego entre realidad y ficción, pues el propio Barreiro participó en esa misma serie de Netflix. En la segunda, una madre y una hija representan una emotiva escena sacada de Sonata de otoño (1978) de Bergman, que le sirve a Pereda para homenajear visualmente al maestro sueco de la incomunicación -y al espectador para comprobar la odiosa comparación de las dos actrices mexicanas con nada menos que Ingrid Bergman y Liv Ullman-; y en la tercera, dos personajes ensayan la interactuación que uno de ellos ha de tener con otro en el futuro, un encuentro provocado y que no llegaremos a ver, después de todo, en la pantalla.

Rodada en un estilo cercano al documental -Pereda aboga por eliminar las barreras entre realidad y ficción y califica a su cine de docuficción-, la película va organizando sus escenas en distintos planos secuencia, con lo que la acción se desarrolla en tiempo real, sin cortes. Pereda tampoco mueve la cámara del emplazamiento inicial, y son los actores con su movimiento de acercamiento y alejamiento del objetivo los que hacen variar la escalaridad del plano. Esto hace que la labor de estos sea muy importante, pues cualquier error podría echar a perder una toma de, por ejemplo, ocho minutos del tirón. Un alarde que denota la gran confianza de Pereda en sus actores: no por casualidad, el director siempre trabaja con el mismo cuarteto de intérpretes -Gabino Rodríguez, Luisa Pardo, Francisco Barreiro y Teresa Sánchez-, hasta el punto de que cuando escribe un guión ya les da a los personajes el nombre del actor que lo va a interpretar, amoldando sus caracteres a la forma de hablar y moverse de estos.

La película también encierra una crítica al modo distorsionado en el que los medios de comunicación -películas, series, libros, periódicos, noticiarios- representan la narcocultura, inoculando en el subconsciente colectivo una imagen glamourizada de la violencia y de unos narcos que son retratados como antihéroes con un férreo código de honor, algo muy alejado de la realidad. En este sentido actúa la escena donde Barreiro recita el monólogo de Diego Luna en Narcos:México, donde vemos que, fuera de su hábitat natural -un episodio de Netflix- y trasplantado a la realidad cotidiana y espartana de una película como Fauna, sus frases resultan grandilocuentes y exageradas, poco verosímiles. Así mismo, el personaje de Rosendo Mendieta -referido en los dos universos diegéticos que nos muestra el film- alude a los más de 121.000 muertos y 30.000 desaparecidos que ha provocado la guerra contra el narco desde 2006 en México; y la canción que interpreta Teresa Sánchez en el bar es una parodia de la intro de Narcos de Netflix, principal causante de esa distorsión mediática relacionada con la narcocultura mexicana.

En resumen, con Fauna estamos ante una película situada en los márgenes del cine comercial, interesante por su experimentación con la metaficción, y que aunque pueda ser de difícil digestión para el público mainstream por su propuesta tan minimalista, no resulta nada desdeñable si se pueden interpretar sus claves.

Criticoll

domingo, 5 de septiembre de 2021

LA VIDA DE UN HOMBRE


Tras varios años aplazándolo por fin he leído la autobiografía de Raoul Walsh, uno de los grandes directores del Hollywood clásico y protagonista de una vida de lo más aventurera. Llamado en realidad Albert Edward, Walsh nació en Nueva York el 11 de marzo de 1887 -un día después que yo- por lo que además era Piscis, buena gente. Su padre era un sastre irlandés que hizo fortuna confeccionando los uniformes del ejército USA en la guerra de Cuba de 1898, y que llamó a su hijo Raoul como homenaje a un capitán de barco español que le ayudó a salir de Irlanda junto con su padre y hermanos. Walsh vivió una infancia acomodada y feliz hasta que, a los 15 años, su madre cayó enferma y murió. Para huir de la tristeza, Raoul decidió enrolarse en el barco de un tío suyo que comerciaba con madera en Cuba, lo que supuso el inicio de sus aventuras. A la vuelta se toparon con un tifón que casi les hizo naufragar, alcanzando a duras penas el puerto mexicano de Veracuz. Allí, cansado de esperar a que repararan el barco, el inquieto Raoul consiguió trabajo como cowboy para trasladar ganado por Texas o hasta Montana, donde, en el pueblo de Butte, subsistió brevemente como ayudante de un cirujano francés alcohólico, lo que da pie a anécdotas muy divertidas. De vuelta a Texas, se empleó como caballista en un circo, entrándole el gusanillo de la interpretación al comprobar el calor y los aplausos del público. Entonces volvió a Nueva York para ser actor de teatro, presentando sus credenciales en varias agencias de Broadway. Pero donde logró meter cabeza fue en el cine, un mundillo que comenzaba y en el que la habilidad del joven Walsh para aprender rápido, cumplir con lo que se le encargaba y su don de gentes pronto le permitieron escalar en el negocio. Así, trabó amistad con futuras figuras como Mary Pickford, Charles Chaplin o David Wark Griffith, una figura capital en su formación que le dio su primer papel importante: el del asesino de Lincoln, John Wilkes Booth, en El nacimiento de una nación (1915). Poco después, el padre del cine le confió una empresa singular: viajar a México para dirigir algunas escenas de The Life of Villa, un biopic sobre el mítico revolucionario mexicano, donde este se interpretaba a sí mismo mientras guerreaba contra los federales. Impagables, en este sentido, las historias que cuenta Walsh sobre Villa, que no acababa de entender que era mejor que cabalgase despacio y avanzara cerca de cámara durante sus batallas para que se le viera mejor.

Tras su etapa de aprendizaje junto a Griffith la Fox le fichó como director, debutando con The Regeneration (1915), rodada en su Nueva York natal y con una escena de un naufragio en el río Hudson que casi le lleva al calabozo, al haber contratado a golfos y prostitutas como extras que visiblemente no llevaban ropa interior; todo un problema en una época sin CGI… Y es que, por lo que se adivina en el libro, Walsh no se daba mucha importancia así mismo, y si habla de alguna película, más allá de su calidad, es porque recuerda alguna buena anécdota que le ocurrió durante su rodaje; como por ejemplo en Perdida y encontrada (Lost and Found on a South Sea Island, 1923) rodada en Tahití y donde, tras una orgía-borrachera, se despertó con el tabique nasal perforado. El primer hito de su carrera llegó en 1924 con El ladrón de Bagdad, superproducción de la United Artists en la que dirigió a Douglas Fairbanks, la estrella más taquillera de la época. Al comentar este film, Walsh desvela el detalle técnico de cómo se le ocurrió el vuelo de la alfombra mágica: mediante una grúa y poleas muy bien disimuladas.

Además de dirigir, Walsh seguía actuando de vez en cuando en sus películas, como en La frágil voluntad (Sadie Thompson, 1928), basado en el libro de W. Somerset Maugham, donde era pareja de Gloria Swanson. Pero un desgraciado accidente en 1929 en el que perdió el ojo derecho le obligó a concentrarse solo en la dirección; un infortunio recogido en un capítulo entero del libro -apropiadamente titulado Cíclope-, y que  tuvo lugar durante el rodaje de En el viejo Arizona, la que iba a ser su primera película sonora, que también protagonizaba. La cosa fue así: una noche, mientras atravesaba el desierto en un jeep, una liebre quedó deslumbrada por los focos y chocó contra el parabrisas, que se rompió en mil pedazos. El conductor -que iba demasiado rápido y con alguna copa de más- resultó ileso, pero Raoul tuvo la mala fortuna de que el animal se estrelló por su lado, recibiendo el impacto de miles de cristales en su cara. Tras una primera cura de emergencia, fue llevado al hospital más cercano, donde le certificaron que había perdido la visión de su ojo y que este debía serle extirpado para evitar males mayores. En adelante, un parche quedaría como recuerdo perpetuo de aquella aciaga noche, que Walsh recuerda con bastante estoicismo.

Walsh volvió al trabajo para dirigir otro western en exteriores, La gran jornada (1930) donde descubrió a un actor que daría que hablar en el futuro: un joven de Iowa llamado Marion Michael Morrison al que Raoul le cambió el nombre por otro más rotundo: John Wayne. Walsh vio enseguida las cualidades del Duke, algo que siempre le dio superioridad moral ante John Ford, que a pesar de tratar a Wayne como su protegido, no le dio una oportunidad hasta 1939 con La diligencia. Ford conservaba los dos ojos a pesar de lucir un parche, que era más bien una pose, pues se lo iba cambiando de uno a otro. Una noche, en una cena, harto de oír sus quejas y lamentos sobre cómo le dolía un ojo, Walsh cogió un tenedor y le ofreció a Ford arrancárselo allí mismo. Este tuvo que callarse, porque con la fama de loco de Raoul igual se lo estaba diciendo en serio.

La llegada de Raoul Walsh a la Warner Bros. a finales de los años 30 marcó el inicio de su etapa más fructífera como director, llegando a ser un referente en este estudio, sobre todo en películas de gangsters y aventuras, pero también en comedias dramáticas como La pelirroja (1942), su película favorita. Aquí nuestro hombre cuenta anécdotas para parar un tren: a George Raft -que no sabía nadar- le hizo creer que tenía que saltar del puente de Brooklyn en una película, cuando en realidad iban a utilizar un maniquí; de Humphrey Bogart -al que le dio su gran oportunidad con El último refugio- resalta que era un quejica que protestaba por todo; y a Errol Flynn -que le llamaba afectuosamente “tío”- le gastó la madre de todas las bromas al robar de la morgue el cuerpo de su antiguo compañero de colegio, el actor John Barrymore -recién fallecido- y sentarlo en el salón de Flynn con una copa en la mano, escondiéndose detrás de una cortina para ver la aterrada reacción del australiano, lívido al ver regresar de entre los muertos a su viejo compañero de borracheras. Walsh y Flynn rodaron oficialmente siete películas juntos: Murieron con las botas puestas (1941), Gentleman Jim (1942), Jornada desesperada (1942), Persecución en el Norte (1943) Gloria incierta (1944); Objetivo Birmania (1945) y Río de plata (1948),  y Raoul, que sentía mucho afecto por él, se lamenta en el libro de la espiral de alcohol, drogas y mujeres en la que se perdió Errol y que dio al traste con su carrera.

Una de las historias más increíbles de Walsh fue poco antes de estallar la Segunda Guerra Mundial: de viaje en Inglaterra, Raoul fue contactado por unos oficiales del ejército nazi para que rodara una película en Berlín. Walsh accedió y durante varios días fue agasajado en la capital alemana, donde se respiraba un peligroso clima prebélico y en la que se reencontró con el director de fotografía alemán de su película sobre Pancho Villa. Finalmente, el director descubrió que lo que en realidad querían de él es que convenciera a su amigo William Randolph Hearst -el magnate de la prensa- para que le vendiera un cuadro suyo a Hitler que este deseaba poseer, el retrato de un general alemán aliado de George Washington. Y es que las fiestas de Hearst en su castillo de San Simeón son importantes también en el libro, pues Walsh, muy amigo de Marion Davies, era un habitual en ellas y conoció allí a personajes como Winston Churchill; una referencia que se echa de menos en el Mank de Fincher.

Otro aspecto importante de la vida de Walsh es su gran querencia por los animales. No en vano, en su casa de la playa tenía un león amaestrado y varios perros y gatos. También tuvo un rancho donde criaba caballos y de hecho, conoció a su tercera y definitiva mujer cuando fue a comprarle un caballo de carreras al abuelo de esta.

Walsh también tiene palabras para James Cagney como el mejor actor con lo que trabajó, y recuerda que al leer el guión de Al rojo vivo (1949) supo que sólo él podía interpretar a Cody Jarrett. De Gary Cooper dice que era una gran persona y que le gustaba cazar y pescar, como a Clark Gable, quien pidió a Walsh como director de su última película, Vidas rebeldes, (1961) algo a lo que los productores se opusieron por su fama de ser un director de hombres. En este sentido, circulaba por Hollywood una broma sobre Raoul -atribuida a Jack Warner pero en realidad dicha por Jack Pickford, hermano de Mary- acerca que una escena de amor en una película de Walsh consistía en un incendio en una casa de putas.

Según Peter Bogdanovich -que le entrevistó en 1974-, Walsh se quedó ciego en los últimos años de su vida, un problema que también padecieron contemporáneos suyos como el propio John Ford, Fritz Lang o Allan Dwan, al haber estado durante años en contacto con los primitivos materiales con los que se fabricaban los focos en aquel Hollywood clásico, como las funestas lámparas klieg; una época en la que la seguridad laboral no estaba precisamente a la cabeza del presupuesto de una película. En un curioso guiño del destino, el aventurero Walsh Falleció la nochevieja de 1980, dejando tras de sí un buen puñado de obras maestras y de títulos indispensables en la historia del cine.

Criticoll