lunes, 31 de marzo de 2025

Marzo de 2025

 Algunas películas que vi en Marzo de 2025

Tootsie (1982) 

Hay películas que el tiempo trata con cariño y otras que, vistas décadas después, parecen piezas de museo difíciles de encajar en la sensibilidad actual. Tootsie, de Sydney Pollack, entra sin duda en esta segunda categoría. Recordada como una comedia ingeniosa y hasta “valiente” en su momento, hoy la película despierta una mezcla de nostalgia y sonrojo. ¿Divertida? Algo, sí. ¿Tan brillante como la pintaban? No tanto.

La historia de un actor desesperado -Dustin Hoffman- que se disfraza de mujer para conseguir trabajo en una telenovela, no pasaría hoy el más mínimo filtro de sensibilidad social. En plena era de la representación y el respeto por las identidades, Tootsie probablemente sería despedazada en redes sociales por su tratamiento superficial del género, sus clichés de manual y una visión que hoy se sentiría más reaccionaria que rompedora.

Uno de los elementos más discutibles es, curiosamente, el que la Academia decidió premiar: Jessica Lange como actriz secundaria. Su personaje es dulce, sí, pero ni especialmente complejo ni especialmente memorable. Da la sensación de que su Oscar fue más una compensación que un reconocimiento real a su trabajo: ese año también estaba nominada como actriz principal por Frances, pero con Meryl Streep arrasando por La decisión de Sophie, había que consolarla de alguna forma. Lo curioso es que otras actrices como Sigourney Weaver o Scarlett Johansson también compitieron por partida doble en años distintos… y no recibieron ni la palmadita en la espalda.

Tootsie sigue siendo una comedia bien realizada, con momentos acertados y un reparto sólido. Pero vista con ojos actuales, no tiene el impacto que una vez tuvo. Más que romper moldes, hoy parece atrapada en ellos. Aun así, sigue siendo un documento interesante sobre los límites del humor, el disfraz como narrativa y cómo cambian los tiempos, incluso en Hollywood.

Meteoro (1979) 

Meteoro es uno de esos últimos coletazos del cine de catástrofes setentero, ese subgénero que pobló la década con volcanes, terremotos, aviones imposibles y ahora... un asteroide directo a la Tierra. La fórmula era clara: reunir a un puñado de estrellas de renombre, ponerles cara de preocupación y cruzar los dedos por que el espectador no se fijara demasiado en el guion.

Aquí tenemos a Sean Connery, en un momento de bajón profesional, al frente del reparto, liderando una misión para desviar el inminente impacto espacial. Henry Fonda aparece, como tantas veces en esa época, en un papel de autoridad moral —esta vez como presidente de los Estados Unidos—, en un rol tan simbólico como fugaz. Y por supuesto, como buen producto de su tiempo, no podía faltar el mensaje de cooperación internacional, con Estados Unidos y la Unión Soviética uniendo fuerzas y misiles para salvar el planeta. Hoy, esa coalición incluiría también a China, India, Corea del Norte e Irán, todos tirando sus respectivas cabezas nucleares por el bien común... ¿quién dijo que la política internacional no tenía sentido del humor?

Uno de los detalles más llamativos es la elección de Natalie Wood y Brian Keith para los papeles rusos, algo que resulta más creíble sabiendo que ambos hablaban ruso en la vida real. Hoy en día, eso se resolvería en postproducción con una IA clonadora de voces —al estilo The Brutalist— y unos subtítulos automáticos. ¿Natalie Wood? Reemplazada por Selena Gomez. ¿Brian Keith? Quizá Benjamin Bratt. Así estamos.

Visualmente, Meteoro ha envejecido regular, tirando a mal. Los efectos especiales —esos asteroides que parecen poliespán pintado— y las maquetas que chirrían hoy, no ayudan a tomarse en serio la amenaza global. Aun así, como cápsula del tiempo y ejercicio de nostalgia catastrófica, tiene su encanto. Aunque más como rareza que como referente.

Una película fallida, sí, pero también un simpático ensayo de lo que podría (o no) pasar en 2027, 2032… o cuando el apocalipsis decida llamar a la puerta. Por si acaso, que alguien tenga los misiles listos.

Hoosiers (1986) 

Hay películas que trascienden el deporte que retratan, y Hoosiers es, sin duda, una de ellas. Considerada por muchos -con razón- como la mejor película de baloncesto de todos los tiempos, esta obra dirigida por David Anspaugh combina emoción, drama y redención con una autenticidad que pocas veces se ha vuelto a ver en el género.

La historia del entrenador Norman Dale -Gene Hackman- y su llegada a un pequeño instituto de Indiana para levantar un equipo desmotivado y convertirlo en campeón estatal está narrada con una sensibilidad poco común. Hackman, a pesar de no tener mucha fe en el proyecto —según cuenta la leyenda, en una escena del banquillo le dijo a Dennis Hopper: “Espero que hayas invertido bien, porque después de esto ni tú ni yo volveremos a trabajar”—, entrega una de sus interpretaciones más contenidas y humanas. Su escepticismo, afortunadamente, no se contagió a la película.

Mi primer encuentro con Hoosiers fue casi por casualidad, en la era dorada del videoclub. La descubrí en un trailer previo a Superdetective en Hollywood II, y la alquilé sin saber nada de ella. Fue una sorpresa grata: una película intensa, con una excelente progresión dramática que sabe construir el clímax sin golpes bajos ni efectismos gratuitos.

La música de Jerry Goldsmith merece mención aparte. Su partitura, nominada al Oscar, es un acompañamiento perfecto a la emoción creciente del relato. Y ya que estamos con la Academia: si alguien debía arrebatarle la estatuilla a la música de La misión, esa era Hoosiers, no Alrededor de la medianoche, una decisión que aún hoy cuesta digerir.

Hoosiers es cine deportivo en su máxima expresión, pero también es una lección sobre segundas oportunidades, perseverancia y comunidad. Un clásico que, más allá del balón, sigue inspirando.


Hostiles (2017) 

Hay otras películas que, aunque ya vistas, vuelven a uno como si fueran nuevas. Eso me pasó con Hostiles, de Scott Cooper. La había visto hace unos años, pero apenas recordaba nada, lo que dice mucho sobre cómo funciona —o no funciona— la memoria cuando se trata del cine. Esta vez, en una revisión más consciente, el impacto fue otro. Más denso. Más emocional.

Hostiles es un western crepuscular, duro y cargado de silencios. Christian Bale interpreta con su habitual intensidad contenida al capitán Joseph Blocker, un militar curtido que debe escoltar a un jefe cheyenne moribundo y a su familia de regreso a tierras sagradas. En el camino, se cruza con el personaje de Rosamund Pike, una mujer que acaba de perderlo todo a manos de una brutal incursión indígena. El odio es mutuo, y palpable.

El rodaje debió de ser un hervidero emocional: Bale y Pike, conocidos por su intensidad (y fama de exigentes), liderando un reparto en el que también aparecen Ben Foster, Jesse Plemons y un jovencísimo Timothée Chalamet en papeles secundarios pero efectivos. Una alineación que da gusto ver, aunque a veces se perciba cierta contención narrativa que deja a algunos personajes a medio camino.

La película no es amable con el espectador. Es dura, seca, incluso desoladora en momentos. Pero también sabe manejar la belleza: los paisajes del Oeste americano filmados con una sensibilidad pictórica, la violencia mostrada sin épica, la redención como un acto de resistencia más que de fe.

Hostiles no es un western clásico, ni tampoco uno completamente revisionista. Se mueve en esa tierra incómoda de lo ambiguo, donde no hay héroes limpios ni villanos absolutos. Y eso es, precisamente, lo que la hace valer la pena.

En mitad de la noche (1959) 

Por fin vi este mes una película con más de una palabra en el título, creía que me lo prohibía mi religión o algo -y es que tambien vi por estas fechas Anora y Cónclave-. En mitad de la noche, dirigida por Delbert Mann y escrita por el gran Paddy Chayefsky, propone un romance poco habitual entre un ejecutivo viudo de 56 años -aunque el siempre solvente Fredric March ya rondaba los 62- y una joven empleada de 24 interpretada por Kim Novak, entonces en pleno esplendor.

Basada en una obra teatral del propio Chayefsky, la película no oculta su origen escénico: diálogos densos, espacios reducidos, y una fuerte carga emocional en cada gesto. Pero lo interesante aquí no es solo la diferencia de edad -que hoy en día seguiría levantando cejas-, sino cómo se abordan los juicios sociales, la soledad, el luto y la necesidad de reconexión en la vida adulta.

Durante buena parte del metraje, En mitad de la noche se atreve a desafiar convenciones y miradas moralistas, planteando preguntas incómodas con una honestidad admirable. Sin embargo, el final feliz que el guion se saca de la manga parece más una concesión al público o al estudio que una conclusión orgánica del conflicto. Esa resolución edulcorada va en contra de todo lo que la película ha construido hasta entonces, y desluce lo que podría haber sido un retrato mucho más honesto y descarnado.

Aun con su cierre forzado, la cinta sigue siendo un interesante retrato de las relaciones marcadas por la diferencia generacional y el juicio ajeno, sostenida por dos actores en muy buen estado de forma y una escritura que, al menos durante buena parte del trayecto, brilla con lucidez.


El cazador de recompensas (2023) 


Quién le ha visto y quién le ve a Walter Hill. El mítico director de The Warriors o Límite: 48 horas firma aquí una de sus obras más desangeladas, una suerte de western crepuscular que no logra encontrar ni el tono, ni el ritmo, ni —lo más preocupante— una razón de ser. El cazador de recompensas es una película dedicada a Budd Boetticher, pero lo cierto es que el resultado está más cerca del pastiche low cost que del homenaje sincero al western clásico.

Encabeza el reparto Christoph Walz -en un look parecido al de Django desencadenado- como el cazador de recompensas del título, mientras el malo de turno es Benjamin Bratt con una interpretación que pretende ser carismática, pero termina empañada por un detalle imposible de ignorar: su español en versión original es tan forzado como desconcertante. Le pasa lo mismo que a Selena Gómez en Emilia Pérez,  otra que apelaba a sus raíces latinas pero sin manejar con soltura el idioma. El resultado es una interpretación que parece actuar en dos idiomas… y no acertar en ninguno.

Willem Dafoe, siempre magnético incluso en los peores papeles, aparece también en el elenco. Su presencia suele elevar cualquier proyecto, pero aquí no es suficiente para salvar la función. Porque sí, hasta Dafoe tiene sus días malos, y este es claramente uno de ellos.

La película naufraga, además, por exceso de ambición mal canalizada: demasiados personajes, demasiadas subtramas, y poca claridad en el foco narrativo. Cuando por fin parece que va a arrancar, se quitan de encima a varios personajes de golpe, como si la cinta se rindiera ante su propia falta de dirección.

Visualmente, no ayuda nada su estética barata. En algunos momentos, uno diría que está rodada en algún decorado perdido de Almería o en una llanura genérica de Rumanía. Pero no: fue filmada en Santa Fe. Aun así, su acabado recuerda a esas producciones televisivas de bajo presupuesto que apenas consiguen diferenciarse unas de otras.

Imposible no acordarse de Rust, el infame rodaje en el que Alec Baldwin terminó disparando accidentalmente a la directora de fotografía Halyna Hutchins. El cazador de recompensas comparte con aquella cierta estética de western televisivo barato y, viéndola, uno no puede evitar pensar en lo absurda que fue esa tragedia si era para algo de este estilo.

Y para colmo, esta película es una de esas razones que hacen que uno piense seriamente en cancelar su suscripción a Prime Video. Especialmente ahora que, como guinda, han empezado a poner anuncios. Mal negocio para el espectador.

En definitiva, El cazador de recompensas es un western sin alma, sin fuerza y sin dirección, que ni siquiera logra sostenerse con sus nombres de cartel. Ni el legado de Walter Hill, ni la presencia de Dafoe, ni la supuesta inspiración en Boetticher consiguen darle vida. Una oportunidad perdida… otra más en el cementerio de los westerns contemporáneos.

La gran jornada (1930) 

La gran jornada es uno de esos títulos que te hacen levantar una ceja incluso antes de ver la película. ¿"Jornada"? ¿En serio? Como si John Wayne fuera a recorrer de Missouri a Oregón en un solo día. El título original, The Big Trail, hace mucha más justicia a la historia: una épica odisea por el Oeste americano, en la que una caravana de colonos atraviesa desiertos, ríos y montañas para expandir la frontera hacia Oregón. Pero lo que realmente sorprende de esta cinta no es su argumento, sino su audacia visual y técnica para la época.

Dirigida por Raoul Walsh y protagonizada por un jovencísimo John Wayne en su primer rol principal, esta fue una superproducción con todas las letras. Rodada en 1930, La gran jornada parece un artefacto fuera de su tiempo: un auténtico oppart1 cinematográfico. Visualmente es impresionante, como si alguien hubiera colado una película de Cinemascope en la era del cine mudo. Utiliza el formato Grandeur de 55 mm, que permitía una amplitud de campo y una calidad de imagen inusuales en ese momento. La profundidad de campo, las composiciones panorámicas, y el uso de exteriores naturales hacen que parezca más cercana a producciones modernas como Horizon o American Primeval que a sus contemporáneas.

Y, sin embargo, fue un fracaso.

En plena Gran Depresión, pocos cines podían permitirse adaptar sus equipos para proyectar en 55 mm, y más aún cuando sólo la Fox estaba experimentando con ese formato. Así que, pese al ambicioso presupuesto de 4 millones de dólares, la película quedó relegada a un rincón de la historia, injustamente olvidada por muchos, y recordada por otros como una rareza técnica.

El proyecto fue tan descomunal que se rodaron hasta seis versiones distintas: una en Grandeur, otra en 35 mm estándar, y cuatro más en francés, español, alemán e italiano, todas con diferentes elencos y directores. Como en el famoso Drácula de Bela Lugosi, se aprovechaban los mismos decorados y se trabajaba por turnos. El cómico sueco El Brendel, por ejemplo, salía también en la versión alemana. Un despliegue logístico colosal que, por suerte, el doblaje acabaría simplificando años después.

En cuanto a los aspectos narrativos, la película tiene altibajos. El villano interpretado por Tyrone Power Sr. parece salido de una ópera muda, sobreactuado y gesticulante, en lo que fue su única película sonora antes de fallecer ese mismo año. John Wayne, por su parte, muestra el carisma que lo haría leyenda, aunque su personaje es, cuanto menos, contradictorio: acosador de mujeres en ciertas escenas, pero también amigo de los indios.

Y luego está el vestuario. Ay, el vestuario. Wayne pasa toda la película con el mismo mono blanco —incluso en un flashback y un salto temporal de un año— como si no existiera la ropa de repuesto en todo el Oeste. Ni los más duros pioneros del siglo XIX eran tan cutres.

El sonido también deja que desear, como en muchas producciones de transición entre el cine mudo y el sonoro, pero todo queda eclipsado por la fuerza visual de la propuesta. Cada plano es una postal, un testimonio de lo que podría haber sido el cine si la tecnología y el contexto económico hubieran acompañado.

Raoul Walsh no sólo firmó una superproducción adelantada a su tiempo, sino que también descubrió a la futura estrella del western. Aunque se suele decir que fue John Ford quien lanzó a Wayne al estrellato, lo cierto es que sólo le daba papeles menores. Fue Walsh quien, viendo algo en Marion Morrison, le dio un nuevo nombre y una verdadera oportunidad.

La gran jornada es una película imperfecta, sí, pero también un hito olvidado, una joya sepultada por las circunstancias. Merece ser vista con ojos curiosos y mente abierta, no sólo como pieza arqueológica del cine, sino como un valiente intento de empujar los límites del medio antes de que el mundo estuviera preparado.

1El término "oopart" es un acrónimo en inglés que significa "out-of-place artifact" (artefacto fuera de lugar). Se utiliza para describir objetos arqueológicos o paleontológicos que se encuentran en lugares o contextos donde, según la comprensión científica convencional, no deberían existir. Estos objetos suelen presentar características que parecen indicar un nivel de tecnología o conocimiento que no se atribuye a la época en la que fueron encontrados.

 

Horizontes lejanos (1952) 

Horizontes lejanos (Bend of the River) es el segundo de los cinco westerns que rodaron juntos James Stewart y Anthony Mann, una de las duplas más recordadas del género. En esta ocasión, Stewart interpreta a Glyn McLintock, un ex forajido que guía y protege a un grupo de colonos que quieren asentarse en Oregón -como en La gran jornada, otra vez la Tierra Prometida-. El viaje, como no podía ser de otra manera, está lleno de peligros: desde tribus de indios hostiles hasta criminales oportunistas, pasando por ambiciosos buscadores de oro que no dudan en robar las provisiones destinadas a los colonos para sobrevivir el invierno.

La película es un relato moral sobre la redención, la confianza y la traición. Especial mención merece el personaje interpretado por Arthur Kennedy, un buscavidas encantador pero sin escrúpulos, cuya relación con el protagonista añade tensión y profundidad al conflicto. Kennedy encarna a la perfección ese tipo de villano ambiguo tan propio de los westerns de Mann, donde los límites entre el bien y el mal no siempre están del todo claros.

Entre los secundarios destaca un joven Rock Hudson en un papel menor y completamente prescindible. Su personaje tiene poca relevancia para la trama, y bien podría eliminarse sin afectar el desarrollo de la historia. Aun así, la Universal ya lo tenía en la mira como futura estrella y decidió colocarlo en esta producción de primera línea para ir familiarizando al público con su rostro. Tanto fue así que, pese a su rol secundario, Hudson apareció en los carteles promocionales como coprotagonista, algo que molestó al veterano Stewart. De hecho, la noche del estreno, los aplausos del público fueron más sonoros para Rock Hudson que para el mismísimo James Stewart. Dolido por lo que consideró una falta de respeto o una amenaza a su estatus, Jimmy decidió que no volvería a compartir nunca más pantalla con Hudson. Y cumplió su palabra.

Horizontes lejanos es, en definitiva, un western sólido, con acción, paisajes espectaculares y personajes cargados de conflictos internos. No es la mejor colaboración entre Stewart y Mann —ese título probablemente le pertenece a Winchester '73 o El hombre de Laramie—, pero sigue siendo una pieza clave en su filmografía conjunta y un ejemplo del western de transición, más psicológico y moral que puramente aventurero.

 

En algún lugar del tiempo (1980) 

A veces cuesta separar al actor de su personaje icónico, y con Christopher Reeve eso es casi inevitable. Para muchos, verlo en pantalla es ver a Superman, del mismo modo que a Mark Hamill siempre le pesará el sable láser de Luke Skywalker. Pero En algún lugar del tiempo merece el esfuerzo de mirar más allá de la capa y adentrarse en una historia de amor que, con los años, se ha convertido en película de culto.

Dirigida por Jeannot Szwarc (el mismo de Tiburón 2), esta cinta mezcla ciencia ficción, romance y una delicada atmósfera nostálgica. Reeve interpreta a un joven dramaturgo que, hipnotizado por el retrato de una actriz del siglo XIX -una bellísima Jane Seymour-, se embarca en un viaje en el tiempo impulsado más por el corazón que por la ciencia. Es una historia sencilla pero emotiva, que apela al deseo universal de reencontrarse con un amor imposible.

Más allá de la historia principal, los cinéfilos con buen ojo podrán encontrar algunos cameos muy tempranos: William H. Macy aparece brevemente en la escena inicial, y una jovencísima Meg Ryan asoma en la de la biblioteca. Son pequeños detalles que añaden valor a la experiencia para quienes disfrutan de buscar joyitas escondidas.

Jane Seymour, por su parte, brilla con una elegancia atemporal. Para muchos —entre los que me incluyo— fue un amor platónico infantil, y aquí despliega todo su magnetismo. Según se dice, la química entre Seymour y Reeve traspasó la pantalla y se convirtió en algo real durante el rodaje, aunque el romance terminó abruptamente cuando la entonces pareja de Reeve le anunció que estaba embarazada. Una historia de película dentro de la película.

En algún lugar del tiempo es, en definitiva, una obra que se toma su tiempo, que respira romanticismo clásico y que, sin grandes efectos ni ambiciones comerciales, logra dejar huella. No es solo una historia de amor imposible: es también una oda a la nostalgia, al cine que emociona sin necesidad de ruidos ni explosiones.

Testigo silencioso (1978) 

A finales de los años 70, Christopher Plummer vivía una etapa especialmente activa en su carrera. Encadenaba proyectos notables como Jesús de Nazaret, Asesinato por decreto o En algún lugar del tiempo. En medio de esta buena racha, encontró tiempo para regresar a su Toronto natal y participar en una pequeña joya semiescondida del thriller canadiense: Testigo silencioso (The Silent Partner), una película que merece más reconocimiento del que tiene.

La historia, basada en la novela danesa Tænk på et tal (llevada al cine por primera vez en 1969 con Bibi Andersson), parte de una premisa tan simple como brillante: Elliot Gould interpreta a un introvertido cajero de banco que descubre que van a atracar su sucursal. En lugar de alertar a las autoridades, decide adelantarse y robar él mismo el dinero antes de que llegue el ladrón. El problema viene cuando el criminal, interpretado con escalofriante frialdad por Plummer, se da cuenta del engaño y empieza a chantajearlo.

El resultado es un thriller con tintes de comedia negra que juega con el gato y el ratón entre sus dos protagonistas. La primera parte del filme se apoya en un tono ligero y casi cómico, mientras que en la segunda mitad -tras un cambio de director- se impone un enfoque mucho más oscuro y tenso. El motivo: Daryl Duke, el director original, abandonó la producción por diferencias creativas, y fue reemplazado por uno de los guionistas del proyecto, un entonces poco conocido Curtis Hanson. Sí, el mismo que años después firmaría L.A. Confidential. Hanson ya se había postulado para dirigir desde el inicio, y su visión más centrada en el thriller terminó marcando el pulso del tramo final.

Rodada en el recién inaugurado Toronto Mall Center (hoy Eaton Centre), la película no sólo tiene interés cinematográfico, sino también valor documental: muestra uno de los centros comerciales más icónicos de Norteamérica en su primer año de vida. Además, Testigo silencioso ostenta el honor de ser la primera producción de Carolco Pictures, la misma que más tarde produciría títulos como Terminator 2 o Rambo. No está nada mal como carta de presentación.

La cinta fue un éxito en Canadá, donde ganó seis Canadian Screen Awards, incluyendo el de Mejor Película. Y aunque nunca llegó a ser un fenómeno de masas a nivel internacional, sí conquistó a un espectador exigente: Alfred Hitchcock. El maestro del suspense alabó la película por su tensión y por el carisma de su antihéroe, interpretado por un Elliot Gould contenido pero muy eficaz.

Plummer, por su parte, brilla como un villano inquietante, manipulador y violento, alejado de los papeles más nobles que acostumbraba a interpretar. En el reparto también aparece Céline Lomez, en el papel de Elaine, una actriz con gran presencia en pantalla que pudo haber sido una de las “Ángeles de Charlie”, pero que -según IMDb- fue descartada por la ABC por ser "demasiado sexy" para el horario familiar. La elegida fue finalmente Tanya Roberts. Curiosidades de la industria. Y para los más observadores, hay una aparición breve pero simpática de un jovencísimo John Candy, otro torontoniano ilustre, que seguramente no tuvo que alejarse mucho de casa para participar.

En resumen, Testigo silencioso es un thriller inteligente, bien construido y con una tensión creciente que logra mantenerse fresca con el paso del tiempo. Una de esas películas que, sin hacer demasiado ruido, deja huella. Ideal para descubrir (o redescubrir) un rincón diferente del cine de suspense de los 70.

CriticAIll