He leído 2 libros de memorias de
personajes relacionados con el cine. Eran muy interesantes y los acabé en
apenas unos días. Luego, pensando en ellos, llegué a la conclusión de que aunque
sus autores no podían ser más distintos, lo cierto es que tenían mucho en
común: una impresionante capacidad para recordar detalles de cosas sucedidas hace
décadas y, lo que es más importante, hablar sin pelos en la lengua -y con anécdotas
muy jugosas- sobre las celebrities
que conocieron.
El primero es Alfredo el Grande. Vida de un cómico, las memorias de Alfredo
Landa extraídas de largas conversaciones con el crítico Marcos Ordóñez.
“Landa lo cuenta todo”, promete el libro en la portada, y a fe mía
que lo hace. El añorado intérprete se aleja de lo políticamente correcto y se moja
lo suyo, criticando a diestro y siniestro a la gente que a su juicio se lo
merecía, por muy famosos que fueran. Además el recorrido que hace por su vida
es muy ameno, con un lenguaje cercano y coloquial, como si estuviera hablando con
el periodista en la barra de un bar, pero regado con un gran número de detalles
que obviamente han sido corroborados luego. Empezando por la curiosa fijación
que tuvo el número 3 en su trayectoria vital: nació el 3-3-1933, debutó en el
cine en Atraco a las 3, tuvo 3 hijos,
le dieron 3 Goyas, vivía en un 3º, falleció en 2013, etc. Por cierto, el libro que
leí era la 3ª edición, pero creo que eso no cuenta.
El padre de Alfredo era guardia civil,
y se trasladó de Pamplona -donde nació él, hijo único- a Figueres, Madrid y finalmente
San Sebastián, lugar en el que Landa solía jugar al fútbol de adolescente con
Elías Querejeta, o donde descubrió su pasión por la actuación tras salir en una
obra de teatro del instituto. Tras la muerte de su progenitor en 1950, nuestro
héroe entró a trabajar en una oficina mientras mataba el gusanillo de la interpretación
en el TEU, el teatro universitario franquista, donde conoció a su mujer y se
curtió en las tablas. Luego abandonó la carrera de Derecho y convenció a su
madre para que le dejara probar fortuna en Madrid persiguiendo su sueño de ser
actor. Los principios allí fueron duros, y Alfredo sólo pudo encontrar hueco
como actor de doblaje, profesión que también seguiría, por cierto, un amigo
suyo del cole de Figueras, Arsenio Corsellas -famosa voz barcelonesa de Burt
Lancaster o Sean Connery-. La anécdota más famosa que cuenta Landa de su etapa
en el doblaje madrileño es que prestó su voz anónimamente a Cantinflas en La vuelta al mundo en 80 días, para
algunos diálogos que el humorista mexicano se había dejado por doblar.
Pero sin duda el núcleo duro del
libro es la relación de Alfredo Landa con el teatro y el cine, sus dos grandes amores
y que también proveen las páginas más suculentas de chismorreos. Y es que
Alfredo recuerda con memoria de elefante las obras teatrales de la capital en
las que fue metiendo cabeza poco a poco, y cómo fue ese proceso de ir ascendiendo
en la profesión a fuerza de tesón, pasión por la actuación… pero también quiénes fueron aquellos que le
pusieron zancadillas en su camino al éxito. La lista negra de Landa es larga y
tendida, siendo los nombres más famosos los de Rafael Alonso, Manolo Gómez Bur,
Tony Leblanc Juanjo Menéndez, o José Luis López Vázquez -el morito-, ya fueran por divos, egoístas, roba-escenas
a traición o mal compañeros.
Con su salto al cine a principios de los ’60 -llegaría a rodar unos 130 films- se abrió otro de sus frentes belicosos, esta vez contra los productores de películas, seres codiciosos y amorales a los que también pone de vuelta y media, haciendo especial mención en José Frade o en aquel que se convertiría en su gran enemigo y némesis: José Luis Dibildos, marido de Laura Valenzuela y que lo atrapó con mala fe en un contrato leonino y esclavizante durante casi 3 años… hasta que un buen día Alfredo se hartó y le metió una de esas broncas que también -y tan bien- daba en la pantalla, y con la que Dibildos se ve que se achantó y le rescindió el contrato. En este sentido, es gracioso eso que dice Landa que pensó en enviarle al productor una cabeza de caballo a su cama como en El padrino, pero que al final desistió, porque, conociendo al personaje, se la habría colgado en la pared…
Tras un repaso por la famosa época
del landismo de los primeros ’70 -es
el único actor de la historia que ha dado nombre a una corriente
cinematográfica- y su conversión posterior en actor serio -con el triunfo en
Cannes o sus Goyas-, Landa también se centra en sus últimos años en asuntos privados
como sus diferencias con José Luis Garci, con el que mantuvo una complicada relación
de amor-odio. Aunque al final se reconciliaron, yo siempre creí que Garci y él eran
mucho más amigos, ya que el actor le mete aquí unos rajes importantes. Otros que
no salen muy bien parados son Luis García Berlanga -un poco sádico dirigiendo La vaquilla-; Gracita Morales -se le
subió la fama a la cabeza y se volvió insoportable-; Imperio Argentina -una vieja
tirana, con la que coincidió en Tata mía-,
o Pilar Miró, que para Landa era una falsa y a la que no le perdonó que cancelara
El Quijote televisivo cuando dirigía
RTVE, o que reconociera que prefería que Paco Rabal ganase en solitario en
Cannes por Los santos inocentes. En
el lado bueno de la balanza, se llevan los elogios Antonio Ferrandis, José Luis
Ozores, Pepe Isbert, Emiliano Piedra, Tip, Concha Velasco, Amparo Soler Leal,
Alfredo Matas, Mónica Randall y, sobre todo, Pepe Sacristán, Manolo Summers y
Jesús Bonilla, amigos fieles de toda la vida.
Para el cinéfilo, el mayor acierto del libro es el esquema argumental elegido, en estricto orden cronológico; parece que Ordóñez hubiera cogido la ficha de Alfredo Landa en imdb y le fuera preguntando una a una por todas sus películas. La verdad es que en este sentido el libro es muy completo: Landa tiene al menos un comentario para cada largometraje en el que intervino, por muy pequeña que fuese su participación o lo malo que éste fuera. Así, alguien puede ver cualquier cinta suya y luego coger el libro y leer lo que Landa tenía que decir -o mejor dicho, rajar, pues salva muy pocas- de esa película, rollo un Truffaut-Hitchcock castizo aderezado además con curiosas anécdotas del rodaje, que le dan una nueva dimensión a lo que vemos en la pantalla.
De este modo, dan ganas de
revisar no sólo sus highlights como Los santos inocentes, El Crack 1 y 2, La vaquilla, o El bosque animado, sino
otras cintas como la ya mítica No
desearás al vecino del quinto -la película más taquillera de la historia
del cine español hasta Amenábar, Segura y compañía-, Los que tocan el piano -una divertida comedia sobre ladrones de
1968- o Polvos mágicos, una auténtica
bazofia pero un éxito sorprendente tras ser redoblada estilo El informal -por ejemplo, salía Frankenstein
y alguien gritaba: “mira, ha llegado
Fraga”-.
Scotty Bowers y Lionel Friedberg
Probablemente a Alfredo Landa se
le habría caído un mito al conocer la cara oculta de uno de sus ídolos -Spencer
Tracy- según lo que nos cuenta Servicio completo, el otro libro al
que me refería al principio. ¡Resulta que Tracy nunca estuvo liado con Katharine
Hepburn! Todo era un montaje de los estudios para desviar la atención sobre los
verdaderos gustos de ambos: los de Kate, que prefería la compañía de mujeres no
sólo para jugar al bridge; y los del no
tan varonil Spencer, que en realidad era un alcohólico bisexual que tuvo sus affairs con varios hombres.
Ese es sólo uno de los
chismorreos que contiene Servicio completo, las memorias del
chapero y alcahuete Scotty Bowers, una de las leyendas más desconocidas del
Hollywood clásico. Bowers, nacido en Illinois en 1923, era un joven y apuesto
marine que tras luchar en la 2GM llegó a Los Ángeles en 1946 en busca de
trabajo, el cual encontró al poco en una gasolinera de Hollywood Boulevard esquina con Van Ness Avenue. Un
día pasó por allí el actor Walter Pidgeon y se lo ligó, llevándoselo a la
mansión de un amigo gay para una tarde de piscina, sol y sexo. Ese fue sólo el
primero de una larga lista de escarceos del bisexual Scotty con los ricos de Hollywood:
a partir de entonces, y demostrando una mente ciertamente empresarial, Bowers utilizó
la gasolinera como base para concertar sus propios encuentros sexuales con famosos,
y de mediar en los de otros gracias a sus recién descubiertas dotes de
alcahuete: Scotty les proporcionaba a las celebrities
jóvenes de ambos sexos con las que desfogarse, pero eso sí, sin cobrar ningún
porcentaje por concertar esas citas ajenas. Lo único que le importaba a nuestro
héroe era ver a la gente feliz; a los unos por haber echado un buen polvo, y a los
otros, por ganar un dinerillo que les venía muy bien.
Después de unos años, Bowers dejó
la gasolinera y pasó a emplearse como barman de fiestas privadas, en las que
continuó practicando y perfeccionando su negocio en la sombra. Lo cierto es que
Scotty era muy alabado no sólo por sus dotes, ejem, físicas, sino además por su
carácter afable y discreción, lo que le aseguró muchos amigos y trabajo durante
décadas en esos saraos de las mansiones de Hollywood, más allá del final feliz
que solían tener.
La lista de Bowers
Lo bueno de Scotty es que no se va por las ramas ni utiliza seudónimos para hablar de los famosos involucrados,
sino que los cita con nombres y apellidos. La lista de los amantes de ambos
sexos que tuvo es infinita, y entre los más célebres se encuentran Walter Pidgeon,
Randolph Scott, Cary Grant, Vivien Leigh, Tyrone Power, Charles Laughton, Elsa
Lanchester, Nöel Coward, Edith Piaf, los duques de Windsor, Raymond Burr, J
Edgar Hoover, Vincent Price, Cole Porter, Brian Epstein, Spencer Tracy, George
Cukor, Tennesse Williams y hasta la mujer de Harold Lloyd, en un rato en el que
éste les sacaba unas fotos en 3D a unas modelos.
Paradójicamente, y al contrario que Alfredo Landa, el en teoría poco respetable Bowers resulta la candidez hecha persona y no habla mal de nadie. Pero el hecho de que la práctica totalidad de los famosos del libro ya estén fallecidos podría llevarnos a pensar que lo que nos cuenta Servicio completo es falso, los 15 minutos de fama de un nonagenario con afán de notoriedad. Sin embargo, me da la sensación de que todo cuanto revela Scotty sucedió. No sólo porque lo refrenda el reputado escritor y guionista Gore Vidal en la contraportada -“Scotty no miente y conoció a todo el mundo”- o el mismísimo Román Gubern en la introducción, sino porque da muchos detalles de rumores que ya habían sido apuntados hace años por Kenneth Anger en Hollywood Babilonia: la especial “amistad” entre Randolph Scott y Cary Grant; la afición de James Dean por ofrecer su cuerpo como cenicero en orgías gays, la de George Cukor por los trabajos bucales -que se lo digan a John Holmes- o la de Tyrone Power por la lluvia dorada; las peleas conyugales de Charles Laughton y Elsa Lanchester por los jóvenes efebos a los que contrataban, etc. La novedad respecto a Anger es que Scotty nos proporciona información de
primera, ejem, mano, de historias nunca oídas que él mismo protagonizó. Como su noche salvaje con Vivien Leigh en casa de Cukor; las farras junto a Errol Flynn y cómo éste llegaba tan borracho a casa que no podía cumplir con la chica de turno, por lo que le tocaba a él rematar la faena mientras Errol dormía la mona; la vez que conoció a los Beatles por medio de Brian Epstein y les consiguió una mansión para huir del acoso de los fans; su semana de sexo con la cantante Edith Piaf, etc. Unas interacciones con famosos desconocidas por la Historia oficial que convierten a Scotty en el remedo salidorro de Forrest Gump.
Bowers también recuerda cosas
como la tacañería de Rita Hayworth con su propio hermano Eduardo, quien le
pidió un préstamo de unos dólares para arreglar un neumático de su vieja furgoneta
de repartidor y ésta se negó; el gusto por el sadomasoquismo de John y David
Carradine; la afición de Rock Hudson o Montgomery Clift por los encuentros
furtivos con vagabundos; o que fue el propio Scotty quien teletransportó en su coche
a todo correr a su amigo Nestor Almendros -el famoso director de fotografía
español- a una ceremonia de los Oscar a la cual éste rehusaba ir a pesar de
estar nominado, y en la que al final ganó por Días del cielo. Años después Almendros le legaría su estatuilla en herencia
como agradecimiento, y aquí los celosos
de la verosimilitud lo tienen muy fácil para saber si Scotty miente: que vean
esta foto de la derecha. Uno no tiene un Oscar en su casa así como así.
El libro tiene su parte trágica
cuando Bowers rememora su infancia antes de Hollywood, una época bastante terrible,
aunque él la cuente con una frialdad pasmosa. A los 7 años fue abusado por un
vecino, a los 11 o 12 por varios curas en Chicago y por otros hombres que se lo
rulaban por unos dólares mientras jugaban al póker. Pero él lo recuerda sin
darle importancia, como si fuera su obligación el ayudar a su madre viuda llevando
dinero a casa durante la Depresión… De sus experiencias en la guerra en el
Pacífico -donde vio morir a su hermano Donald- Scotty tomó la decisión de que
si se escapaba de aquel infierno, viviría la vida a tope. Así acabó haciéndolo,
y muchas veces, por lo visto. Su vida familiar en Los Angeles -estaba casado,
pero su mujer prefería no enterarse de nada- también se tiñó de tragedia cuando
su única hija falleció a los 23 años, víctima de un aborto mal practicado.
Bowers pasa de puntillas por su pérdida, lo que denota que sin duda debió de ser
el hecho más doloroso de toda su vida.
Otra etapa interesante fue su colaboración
con el célebre Alfred Kinsey en la investigación sobre el comportamiento sexual
de hombres y mujeres: Bowers reunió a un grupo de amig@s suyos de los de la
gasolinera y le abrió al sexólogo de Hoboken y a su equipo un nuevo mundo de
conocimientos prácticos… mientras los blocs de notas echaban humo, supongo. En
otras ocasiones, sus servicios eran requeridos para embarazar a mujeres ricas,
con las que Scotty cumplía como un campeón con su obligación de semental y tal.
Madre mía, de cuantas cosas se entera una en un momento. Muy bien explicado y redactado; he pasado un rato divertido leyendo esta entrada, aunque claro, mucho menos que los que pasaron todos los citados������
ResponderEliminarMuchas gracias por tus palabras, anónima lectora. He leido que hace unos días falleció Scotty Bowers, qué pena. Descanse en paz, y que le quiten lo bailao.
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