Tras varios años aplazándolo por fin he leído la autobiografía de Raoul Walsh, uno de los grandes
directores del Hollywood clásico y protagonista de una vida de lo más
aventurera. Llamado en realidad Albert Edward, Walsh nació en Nueva York el 11
de marzo de 1887 -un día después que yo- por lo que además era Piscis, buena
gente. Su padre era un sastre irlandés que hizo fortuna confeccionando los
uniformes del ejército USA en la guerra de Cuba de 1898, y que llamó a su hijo
Raoul como homenaje a un capitán de barco español que le ayudó a salir de
Irlanda junto con su padre y hermanos. Walsh vivió una infancia acomodada y
feliz hasta que, a los 15 años, su madre cayó enferma y murió. Para huir de la
tristeza, Raoul decidió enrolarse en el barco de un tío suyo que comerciaba con
madera en Cuba, lo que supuso el inicio de sus aventuras. A la vuelta se toparon
con un tifón que casi les hizo naufragar, alcanzando a duras penas el puerto
mexicano de Veracuz. Allí, cansado de esperar a que repararan el barco, el
inquieto Raoul consiguió trabajo como cowboy para trasladar ganado por Texas o hasta Montana, donde, en el pueblo de Butte, subsistió brevemente como ayudante de un cirujano francés
alcohólico, lo que da pie a anécdotas muy divertidas. De vuelta a Texas, se empleó como caballista en un circo, entrándole
el gusanillo de la interpretación al comprobar el calor y los aplausos del
público. Entonces volvió a Nueva York para ser actor de teatro, presentando sus
credenciales en varias agencias de Broadway. Pero donde logró meter cabeza fue en
el cine, un mundillo que comenzaba y en el que la habilidad del joven Walsh
para aprender rápido, cumplir con lo que se le encargaba y su don de gentes pronto
le permitieron escalar en el negocio. Así, trabó amistad con futuras figuras
como Mary Pickford, Charles Chaplin o David Wark Griffith, una figura capital
en su formación que le dio su primer papel importante: el del
asesino de Lincoln, John Wilkes Booth, en El nacimiento de una nación
(1915). Poco después, el padre del cine le confió una empresa singular:
viajar a México para dirigir algunas escenas de The Life of Villa, un
biopic sobre el mítico revolucionario mexicano, donde este se interpretaba a sí
mismo mientras guerreaba contra los federales. Impagables, en este sentido, las
historias que cuenta Walsh sobre Villa, que no acababa de entender que era
mejor que cabalgase despacio y avanzara cerca de cámara durante sus batallas
para que se le viera mejor.
Tras su etapa de aprendizaje
junto a Griffith la Fox le fichó como director, debutando con The
Regeneration (1915), rodada en su Nueva York natal y con una escena de un
naufragio en el río Hudson que casi le lleva al calabozo, al haber contratado a
golfos y prostitutas como extras que visiblemente no llevaban ropa interior;
todo un problema en una época sin CGI… Y es que, por lo que se adivina en el
libro, Walsh no se daba mucha importancia así mismo, y si habla de alguna
película, más allá de su calidad, es porque recuerda alguna buena anécdota que le
ocurrió durante su rodaje; como por ejemplo en Perdida y encontrada (Lost
and Found on a South Sea Island, 1923) rodada en Tahití y donde, tras una
orgía-borrachera, se despertó con el tabique nasal perforado. El primer hito de
su carrera llegó en 1924 con El ladrón de Bagdad, superproducción de la
United Artists en la que dirigió a Douglas Fairbanks, la estrella más
taquillera de la época. Al comentar este film, Walsh desvela el detalle técnico
de cómo se le ocurrió el vuelo de la alfombra mágica: mediante una grúa y
poleas muy bien disimuladas.
Además de dirigir, Walsh seguía
actuando de vez en cuando en sus películas, como en La frágil voluntad (Sadie
Thompson, 1928), basado en el libro de W. Somerset Maugham, donde era
pareja de Gloria Swanson. Pero un desgraciado accidente en 1929 en el que
perdió el ojo derecho le obligó a concentrarse solo en la dirección; un infortunio recogido
en un capítulo entero del libro -apropiadamente titulado Cíclope-, y que tuvo lugar
durante el rodaje de En el viejo Arizona, la que iba a ser su primera película sonora, que
también protagonizaba. La cosa fue así: una noche, mientras atravesaba el desierto en un jeep,
una liebre quedó deslumbrada por los focos y chocó contra el parabrisas, que se rompió en mil pedazos. El
conductor -que iba demasiado rápido y con alguna copa de más- resultó ileso,
pero Raoul tuvo la mala fortuna de que el animal se estrelló por su lado,
recibiendo el impacto de miles de cristales en su cara. Tras una primera cura de emergencia, fue llevado al hospital más cercano,
donde le certificaron que había perdido la visión de su ojo y que este debía
serle extirpado para evitar males mayores. En adelante, un parche quedaría como recuerdo perpetuo de
aquella aciaga noche, que Walsh recuerda con bastante estoicismo.
Walsh volvió al trabajo para
dirigir otro western en exteriores, La gran jornada (1930) donde
descubrió a un actor que daría que hablar en el futuro: un joven de Iowa
llamado Marion Michael Morrison al que Raoul le cambió el nombre por otro más rotundo:
John Wayne. Walsh vio enseguida las cualidades del Duke, algo que siempre le
dio superioridad moral ante John Ford, que a pesar de tratar a Wayne como su
protegido, no le dio una oportunidad hasta 1939 con La diligencia. Ford
conservaba los dos ojos a pesar de lucir un parche, que era más bien una pose,
pues se lo iba cambiando de uno a otro. Una noche, en una cena, harto de oír sus quejas y lamentos sobre cómo le dolía un ojo, Walsh cogió un tenedor y le ofreció a Ford
arrancárselo allí mismo. Este tuvo que callarse,
porque con la fama de loco de Raoul igual se lo estaba diciendo en serio.
La llegada de Raoul Walsh a la
Warner Bros. a finales de los años 30 marcó el inicio de su etapa más
fructífera como director, llegando a ser un referente en este estudio, sobre
todo en películas de gangsters y aventuras, pero también en comedias dramáticas
como La pelirroja (1942), su película favorita. Aquí nuestro hombre cuenta
anécdotas para parar un tren: a George Raft -que no sabía nadar- le hizo creer
que tenía que saltar del puente de Brooklyn en una película, cuando en realidad
iban a utilizar un maniquí; de Humphrey Bogart -al que le dio su gran
oportunidad con El último refugio- resalta que era un quejica que
protestaba por todo; y a Errol Flynn -que le llamaba afectuosamente “tío”- le
gastó la madre de todas las bromas al robar de la morgue el cuerpo de su
antiguo compañero de colegio, el actor John Barrymore -recién fallecido- y
sentarlo en el salón de Flynn con una copa en la mano, escondiéndose detrás de
una cortina para ver la aterrada reacción del australiano, lívido al ver regresar de entre los muertos a su viejo compañero de borracheras. Walsh y Flynn
rodaron oficialmente siete películas juntos: Murieron con las botas puestas
(1941), Gentleman Jim (1942), Jornada desesperada (1942), Persecución
en el Norte (1943) Gloria incierta (1944); Objetivo Birmania (1945)
y Río de plata (1948), y Raoul,
que sentía mucho afecto por él, se lamenta en el libro de la espiral de alcohol,
drogas y mujeres en la que se perdió Errol y que dio al traste con su carrera.
Una de las historias más
increíbles de Walsh fue poco antes de estallar la Segunda Guerra Mundial: de
viaje en Inglaterra, Raoul fue contactado por unos oficiales del ejército nazi
para que rodara una película en Berlín. Walsh accedió y durante varios días fue
agasajado en la capital alemana, donde se respiraba un peligroso clima
prebélico y en la que se reencontró con el director de fotografía alemán de su
película sobre Pancho Villa. Finalmente, el director descubrió
que lo que en realidad querían de él es que convenciera a su amigo William
Randolph Hearst -el magnate de la prensa- para que le vendiera un cuadro suyo a
Hitler que este deseaba poseer, el retrato de un general alemán aliado de George Washington. Y es que las fiestas de Hearst en su castillo
de San Simeón son importantes también en el libro, pues Walsh, muy amigo de
Marion Davies, era
un habitual en ellas y conoció allí a personajes como Winston Churchill; una
referencia que se echa de menos en el Mank de Fincher.
Otro aspecto importante de la
vida de Walsh es su gran querencia por los animales. No en vano, en su casa de
la playa tenía un león amaestrado y varios perros y gatos. También tuvo un rancho donde
criaba caballos y de hecho, conoció a su tercera y definitiva mujer cuando fue
a comprarle un caballo de carreras al abuelo de esta.
Walsh también tiene palabras para
James Cagney como el mejor actor con lo que trabajó, y recuerda que al leer el
guión de Al rojo vivo (1949) supo que sólo él podía interpretar a Cody
Jarrett. De Gary Cooper dice que era una gran persona y que le gustaba cazar y
pescar, como a Clark Gable, quien pidió a Walsh como director de su última
película, Vidas rebeldes, (1961) algo a lo que los productores se
opusieron por su fama de ser un director de hombres. En este
sentido, circulaba por Hollywood una broma sobre Raoul -atribuida a Jack Warner
pero en realidad dicha por Jack Pickford, hermano de Mary- acerca que una
escena de amor en una película de Walsh consistía en un
incendio en una casa de putas.
Según Peter Bogdanovich -que le
entrevistó en 1974-, Walsh se quedó ciego en los últimos años de su vida, un
problema que también padecieron contemporáneos suyos como el
propio John Ford, Fritz Lang o Allan Dwan, al haber estado durante años en contacto
con los primitivos materiales con los que se fabricaban los focos en aquel Hollywood clásico, como las funestas lámparas klieg; una época en la que la seguridad laboral no estaba precisamente a la cabeza del presupuesto de una película. En un curioso guiño del destino, el aventurero Walsh
Falleció la nochevieja de 1980, dejando tras de sí un buen puñado de obras maestras
y de títulos indispensables en la historia del cine.
Criticoll