Los descendientes TÍTULO ORIGINAL: “The Descendants” (2011). DIRECCIÓN: Alexander Payne. REPARTO: George Clooney, Shailene Woodley, Amara Miller, Nick Krause, Robert Forster, Judy Greer, Beau Bridges, Matthew Lillard, Patricia Hastie, Rob Huebel. A priori uno encara Los descendientes con bastante escepticismo, porque, a saber: su protagonista vive en Hawai, tiene el físico de George Clooney y está forrado. ¿Cómo rayos pretenden que uno se identifique o sienta lástima por él? Encima la imagen de celebrity sobrada que proyecta Clooney en todos los medios -que ya le hizo ser descartado por Alexander Payne para el rol de Thomas Haden Church en Entre copas- le hace cada vez más difícil resultar creíble, como no sea para poner cara de que se le ha acabado el Nespresso. Pero ahí es donde entra el talento de Payne, uno de los pocos directores actuales capaces de darle la vuelta a la imagen cinematográfica de las estrellas a su cargo, y que, si ya logró que viéramos a Jack Nicholson como un viudo jubilado que se pirraba por las autocaravanas, esta vez decidió darle otra oportunidad a George y probar con él su magia. Pues lo cierto es que, si a los premios nos remitimos, parece que de nuevo ha vuelto a conseguirlo, ya que el Clooney de este film realiza una interpretación notable y deviene mucho más convincente de lo esperado, por mucho que el número de sus primeros planos -que debe exigir por contrato- no haya disminuido ni un ápice de la media habitual. |
La trama nos presenta a Matt King -George Clooney-, un abogado casado y padre de dos niñas que se ve obligado a replantearse la vida cuando su mujer sufre un terrible accidente que la deja en coma. El hombre intenta torpemente recomponer la relación con sus problemáticas hijas, la precoz Scottie, de 10 años -Amara Miller-, y la rebelde Alexandra, de 17 -Shailene Woodley- al tiempo que se enfrenta a la difícil decisión de vender las propiedades de la familia; ya que, herederos de la realeza nativa y de los misioneros, los King poseen en Hawai tierras vírgenes de un valor incalculable. La película supone un drama bastante efectivo que nos habla de la importancia de la familia y el dolor que significa perder a uno de sus miembros. La historia está bien llevada y no resulta lacrimógena ni sensiblera, siendo conducida por Payne con una elegancia y un saber estar muy naturales. El reparto raya a gran altura, pero no sólo Clooney -que ya debe estar haciendo hueco en la vitrina para otro Oscar- tiene oportunidades de lucimiento, ya que Shailene Woodley -en la escena de la piscina- o Robert Forster -cuando besa a su hija en coma en la cabeza- son incluso más emotivos que el propio George. Otros activos del film serían la preciosa fotografía de Phedon Papamichael -capturando toda la belleza de los exteriores hawaianos- y la selección musical de canciones nativas, una elección muy atractiva a la hora de ambientar y darle ritmo al relato. Sin embargo, el largometraje no acaba de resultar extraordinario -ni superior a la obra maestra de Payne, Entre copas- debido a su guión, el cual dista mucho de tener una estructura perfecta. Y es que, por ejemplo, empieza con Matt de narrador y luego ya se olvida; incluye personajes que no aportan nada -como el de Sid-, o promete escenas que posteriormente no ofrece -como la acampada final-. De hecho, si se es del todo objetivo, que una película como The Descendants se vea saludada hoy como la gran esperanza norteamericana para los Oscar frente a una cinta francesa, en blanco y negro y muda, da mucho que pensar sobre la calidad del cine actual; cuando lo cierto es que si se hubiera estrenado hace 40 años, pasaría por un buen film pero a nadie le hubiese extrañado que no alcanzara ninguna nominación -como no fuera acaso la de Clooney-. Y es que, sin este último ni Payne pero con el mismo guión, podríamos estar hablando perfectamente de Los descendientes como de una película de TV de sobremesa. Lo cual no es ningún menosprecio, porque algunas están realmente bien, y ahora no hablo de esa labor social tan reconocida de ayudar a dormir la siesta. |
martes, 24 de enero de 2012
Los ricos también lloran
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